“Gordo, ¿por qué no te animás?” Así, con esta
pregunta inofensiva y fácil, de la mano de sus mujeres bienintencionadas,
empiezan los hombres a consumir Botox. Y después, no paran. Un estudio realizado
por la Sociedad Americana de Cirugía Plástica –y publicado por la revista Time–
advierte que, entre 2001 y 2007, en Estados Unidos se triplicó el uso de toxina
botulínica en varones, una tendencia estética que ya tiene nombre –boytox– y
también causa. De acuerdo con el relevo, el consumo de esta sustancia viene de
la mano de la crisis económica: si no pueden evitar que el mundo se caiga a
pedazos, los señores harán todo lo posible porque la debacle no llegue a sus
rostros. En la Argentina –país acostumbrado al desastre– no hay relevos
oficiales, pero la situación parece aún más pronunciada: de 2003 a esta parte el
consumo de Botox aumentó ya no un 300, sino hasta un abrumador 700 por ciento.
“En 2003, sólo el 2% de los pacientes argentinos eran varones, ahora esa cifra
no baja del 15% –asegura el doctor Raúl Banegas, miembro titular de la Sociedad
de Cirugía Plástica de Buenos Aires–. En Brasil es mayor: casi la mitad de los
consumidores de Botox son hombres. En todos los casos, el paciente llega por la
vía de su esposa, que también es paciente. Ella le explica que es fácil, rápido
y que no se nota. Así lo convence y lo presenta”.
A diferencia de las mujeres, los varones jamás llegan recomendados por un amigo
–el factor Botox se esconde bajo siete llaves– y no buscan en la aguja la
belleza o la juventud perdidas: quieren –por el contrario– verse simplemente
saludables, descansados y libres de problemas. Y un pinchazo los deja como si
todo les importara un bledo. “Los ejecutivos, principalmente en tiempos de
crisis, sienten la exigencia de verse bien, en competencia y libres de cualquier
angustia circunstancial –explica Banegas–. El Botox, aplicado en el entrecejo,
les saca la preocupación de la cara”.
“Además de los motivos personales, muchos llegan para hacerles una suerte de
favor a sus esposas –agrega el cirujano Marcelo Bernstein, miembro titular de la
Sociedad Argentina de Cirugía Plástica–. El frasquito con Botox muchas veces se
comparte entre amigas. Pero si una mujer no tiene una amiga para compartir,
intenta convencer a su marido”.
PLANCHADITOS. De acuerdo con la Sociedad Americana de Cirujanos
Plásticos, en Estados Unidos durante el año 2001 se aplicaron 106 mil dosis de
Botox en varones, mientras que esa cifra trepó a 300 mil en 2007. El aumento del
mercado es tan grosero que en el sitio web de la marca Botox se señala que el
producto “por supuesto, no es sólo para mujeres”, y se presenta un folleto de
difusión con la cara de Mark Spitz, nadador olímpico ganador de varias medallas
de oro, quien comenzó a inyectarse el año pasado. ¿Por qué el deportista dio ese
paso? Por un lado, una amiga de él –la ex gimnasta Nadia Comaneci– le dijo que
las arrugas entre sus ojos lo hacían ver viejo y serio. Por otro, Allergan –la
multinacional que comercializa el Botox– le ofreció una pequeña fortuna por
promover la marca. Desde entonces, Spitz cambió la antorcha olímpica por la
aguja hipodérmica. “A los varones sólo les preocupa que no duela –advierte
Spitz–. Quizás por eso las mujeres tienen hijos y nosotros no”.
Hay otras figuras públicas que, si lo admitieran abiertamente, podrían hacer
estallar las ventas de Botox entre hombres. Es sabido que Tom Cruise –además de
retocarse la nariz años atrás– se propina unos pinchazos antes de asistir a una
ceremonia pública (en los Globo de Oro se lo vio totalmente planchado). Y el
periodismo chimentero norteamericano está convencido de que Brad Pitt se internó
en el Centro Médico de Cedars-Sinai para quitarse el peor virus de todos: las
arrugas. “Entre hombres, hacerse un tratamiento estético sigue estando mal visto,
por eso muchos apuestan al Botox: como no es una sustancia de relleno, no se
nota que te lo colocaste y no te deja el estigma de haber pasado por un cirujano
plástico –explica el doctor Alejandro Antón, miembro argentino de la Asociación
Americana de Cirugía Plástica–. No quedás hinchado ni colorado, y si está bien
puesto no te queda esa cara de susto que quedaba años atrás. Cuando llegan,
muchos te hablan de cualquier pavada porque les da vergüenza, pero después se
relajan, se dejan pinchar y se van contentos”.
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